sábado, 12 de abril de 2008

La novela latinoamericana Testimonio de una época. Miguel Ángel Asturias

Conferencia Nobel, el 12 de diciembre de 1967

Hubiera querido que a este encuentro no se le llamara conferencia sino coloquio, diálogo de dudas y afirmaciones sobre el tema que nos ocupa. Empezaremos analizando los antecedentes de la literatura latinoamericana en general, deteniendo nuestra atención en aquellos que más atingencia tienen con la novela. Vamos a remontar las fuentes hasta los orígenes milenarios de la literatura indígena, en sus tres grandes momentos: Maya, Azteca e Incaica.
Surge como primera cuestión la siguiente pregunta: ¿Existió un género parecido a la novela entre los indígenas? Creo que sí. La historia en las culturas autóctonas tiene más de lo que nosotros occidentales llamamos novela, que de historia. Hay que pensar que estos libros de su historia, sus novelas, diríamos ahora, eran pintados entre los Aztecas y Mayas y guardados en formas figurativas aún no conocidas en el incanato. Presupone esto el uso de pinacogramas, de los que, la voz del lector, – los indígenas no distinguen entre leer y contar, para ellos es la misma cosa -, sacaba el texto que en forma de canto iba relatando a sus oyentes.
El lector, contador de cuentos cantados, o "gran lengua", único conocedor de lo que los pinacogramas decían, realizaba una interpretación de los mismos recreándolos, para regalo de los que le escuchaban. Más tarde, estas historias pintadas se fijan en la memoria de los oyentes y pasan en forma oral, de generación en generación, hasta que el alfabeto traído por los españoles las fija en sus lenguas nativas con caracteres latinos o directamente en castellano. Es así como llegan a nuestro conocimiento textos indígenas poco expuestos a la contaminación occidental. La lectura de estos documentos es lo que nos ha permitido afirmar que entre los americanos la historia tenía más de novela que de historia. Son narraciones en las que la realidad queda abolida al tornarse fantasía, leyenda, revestimiento de belleza, y en las que la fantasía a fuerza de detallar todo lo real que hay en ella termina recreando una realidad que podríamos llamar surrealista. A esta característica de la anulación de la realidad por la fantasía y de la recreación de una superrealidad, se agrega una constante anulación del tiempo y el espacio, y algo más importante y característico: el uso y abuso de la palabra en estilo paralelístico, o sea el empleo paralelo de diferentes vocablos para señalar el mismo objeto, dar la misma idea, expresar los mismos sentimientos. Insisto en esto, el paralelismo en los textos indígenas es un juego de matices que para nosotros occidentales no tiene valor, pero que indudablemente permitían una gradación poética imponderable, destinada a provocar ciertos estados de conciencia que se tomaban por magia.
Volviendo al tema del origen de un género literario similar a la novela, entre los primitivos pueblos de América, cabría emparentar el nacimiento de la forma novelesca con la epopeya. La leyenda heroica, superando las posibilidades de la historia ficción, va en labios de los rapsodas, grandes lenguas de las tribus o "cuicanimes" que recorrían las ciudades recitando los textos, para que circulara entre los pueblos la belleza de sus cantos, como la sangre dorada de sus dioses.
Estos cantos épicos, tan abundantes en la literatura americana indígena, y tan poco conocidos, poseen eso que nosotros llamamos "intriga novelesca", y que los frailes y doctrineros españoles designaban con el nombre de "embustes".
Estos relatos novelados que en sus orígenes eran testimonio de su antigüedad, memoria y fama de las cosas grandes que en oyéndolas otros querían hacer, esta literatura de realidad y fantasía-realidad, se quiebra en el instante de avasallamiento, y queda corno una de las tantas vasijas rotas de aquellas grandes civilizaciones. Va a seguir, sin embargo, en esta misma forma documental no ya el testimonio de la grandeza, sino de la miseria, no ya el testimonio de la libertad, sino el de la esclavitud, no ya el testimonio de los señores, sino el de los vasallos, y una nueva literatura americana, naciente, intentará llenar los vacíos silencios de una época. Pero los géneros literarios que florecían en la península Ibérica no arraigan eri América, tal el caso de la novela realista y el teatro. Por el contrario es el borbotón indígena, savia y sangre, río, mar y miraje, lo que incide sobre la mentalidad del primer español que va a escribir la primera gran novela americana, "novela" como debe llamarse a la "Verdadera Historia de los Sucesos de la Conquista de Nueva España" por Bernal Díaz del Castillo. ¿Será atrevimiento llamar "novela" a lo que el soldado aquél llamó no historia sino "verdadera historia"? ¡Cuántas veces las novelas son la verdadera historia! Pero pregunto: ¿Será atrevimiento dar el nombre de novela a la obra del insigne cronista? Al que esto crea, a quien me llame atrevido, lo invitaría a internarse en la prosa trotona y anhelante de este hombre de infantería y de todas armas y advertirá que insensiblemente al entrar en ella, irá olvidando que lo que le sucedió era realidad y más le parecerá obra de pura fantasía. ¡Si hasta el mismo Bernal lo dice, próximo a los muros cíe Tenochtitlán: "que parecía las cosas de encantamiento que cuentan en el Libro de Amadís"! Pero este libro es español, se nos dirá, aunque de español sólo tiene el haber sido escrito por un peninsular avecindado en Santiago de los Caballeros de Guatemala, donde conservamos el glorioso manuscrito, y el haber sido trazado en la vieja lengua de Castilla, aunque más participa de ese disfracismo propio de la literatura indígena. Al mismo Don Marcelino Menéndez y Pelayo, versadísimo en letras clásicas hispánicas, le parece raro el sabor de esa prosa y le sorprende que haya sido escrita por un soldado. No para mientes el gran polígrafo en que Bernal a sus ochenta años no sólo había oído muchos textos de la literatura indígena, influenciándose con ella, sirio que por ósmosis se había absorbido América y ya era americano.
Pero hay otro parentesco más impresionante. Los indígenas, en sus últimos dolorosos cantos, ya avasallados, demandan justicia, y Bernal Díaz del Castillo se abre el pecho para dar salida a un cronicón que es un rugido de protesta, por el olvido en que se le dejó después "del batallar y el conquistar".
A partir de este momento toda la literatura latinoamericana, el cantar y el novelar, va a tornarse no sólo en testimonio de cada época, sino como dice el escritor venezolano Arturo Uslar Pietri, en "Un Instrumento de Lucha". Toda la gran literatura es de testimonio y reivindicación, pero lejos de ser un documento frío, son páginas apasionantes del que sabe que tiene en las manos un instrumento para deleitar y convencer.
¿El sur nos va a dar un mestizo? El mestizo por excelencia pues para que nada le faltara fue el primer desterrado que tuvo América: el Inca Garcilaso. Este desterrado criollo sigue las voces indígenas ya extinguidas, en su denuncia contra los opresores del Perú. El Inca nos ofrece en su prosa magnífica, ya no sólo lo americano, ni sólo lo español, sino la mezcla, en la fusión de las sangres y en la misma demanda de vida y de justicia.
De momento nadie advierte en la prosa del Inca el "mensaje" como se dice ahora. Esto quedará esclarecido durante la lucha de la independencia. El Inca aparecerá entonces con la prestancia del indio que supo burlarse del imperio "de los dos cuchillos" o sea la censura civil y eclesiástica. Tarde se dan cuenta las autoridades españolas del recado que encierra tanta donosura, imaginación y melancolía, y ordenan recoger sagazmente la historia del Inca Garcilaso, donde han aprendido esos naturales "muchas cosas perjudiciales".
Y no sólo la poesía y obras de ficción dan testimonio. Los autores más insospechados, como los: Francisco Javier Clavijero, Francisco Javier Alegre, Andrés Calvo, Manuel Fabri, Andrés de Guevara, dieron nacimiento a una literatura de desterrados que es y seguirá siendo testimonio de su época.
Hasta el mismo poeta guatemalteco Rafael Landívar tiene su forma de rebelarse. Su protesta es silencio, a los españoles los llama "hispani" sin otro adjetivo. Y nos referimos a Landívar porque a pesar de ser el menos conocido debe considerársele como el abanderado de la literatura americana, cuando es auténtica expresión de nuestras tierras, hombres y paisaje. Landívar, dice Pedro Henriquez-Ureña, "es entre los poetas de las colonias españolas el primer maestro del paisaje, el primero que rompe decididamente con las convenciones del Renacimiento y descubre los rasgos característicos de la naturaleza en el Nuevo Mundo, su flora y su fauna, sus campos y montañas, sus lagos y cascadas. En sus descripciones de costumbres, de industrias y juegos hay una graciosa vivacidad y a lo largo cíe todo el poema, honda simpatía y comprensión por la supervivencia de las culturas indígenas."
En Módena, Italia, aparece en 1781 con el título de "Rusticatio Mexicana" una obra poética de 3425 exámetros latinos, distribuida en 10 cantos, original de Rafael Landívar. Un año después en Bolonia aparece la segunda edición. Ante los europeos, el poeta llamado por Menéndez Pelayo "el Virgilio de la modernidad", pregona en su obra las excelencias de la tierra, de la vida y del hombre americano. Ansiaba que los habitantes del viejo mundo supieran que al Vesubio y al Etna se les podía enfrentar el Jorullo, volcán mexicano, a las famosas fuentes de Castalia y Aretusa, las cascadas y grutas de San Pedro Mártir en Guatemala, y, al hablar del cenzontle, el pájaro de las 400 voces en la garganta, lo hacía volar más alto en el reino de la fama que el ruiseñor.
Canta los tesoros de la campiña, el oro y la plata que estaban llenando el orbe de valiosas monedas y los pilones de azúcar ofrecidos a las mesas de los reyes.
No faltan en el poema las estadísticas de la riqueza americana encaminada a deslumhrar al europeo. Cita las manadas de ganados caballares y vacunos, los rebaños de ovejas, los ganados caprino y porcino, las fuentes medicinales, los juegos populares, algunos desconocidos en Europa, como el palo volador, y no calla la gloria del cacao y del chocolate de Guatemala. Pero hay algo que debemos señalar en el canto landivariano: su amor al nativo. Canta en el indio a la raza que en todo sale airosa, pinta la maravilla de los huertos flotantes creados por los indios, los tiene como ejemplo de gracia y maestría pero no olvida sus inmensos sufrimientos. Así va dejando substancia poética, poesía naturalista ajena a lo simbólico, de un hecho que siempre ha querido negarse: la superioridad del indio americano como campesino, artífice y obrero.
A la pintura del indio malo, haragán y vicioso, tan propalada en Europa y tan creída en América por los americanos que lo explotan, Landívar opone la estampa del indio sobre cuyos hombros ha pesado y sigue pesando el trabajo en América.
Y no lo hace simplemente enunciándolo, caso en el que podía creérsele o no creérsele, sino que en su poema vemos al indio a bordo de la piragua placentera, transportando sus mercancías o viajando y lo admiramos extrayendo la púrpura y la grana, extendiendo los nivosos gusanos que producen la seda, agarrándose con tesón a las peñas para arrancarles el marisco precioso que da el color de las púnicas rosas, arando paciente y testarudo, cultivando el añil, extrayendo de la mina la nativa plata, agotando las venas de oro ... El Rusticado de Landívar confirma lo que hemos dicho de la gran literatura americana, que no podrá conformarse con un papel pasivo, mientras en nuestros suelos, pueblos famélicos, vivan sobre estas tierras opulentas, y es por su contenido una forma de novelar en verso. Andrés Bello iba a renovar 50 años después la aventura americana en su famosa "Silva", obra inmortal y perfecta en la que vuelve a aparecer la naturaleza del Nuevo Mundo con el maíz a la cabeza, como "jefe altanero de la espigada tribu", el cacao en "urnas de coral", los cafetales, el banano, el trópico en toda su potencia vegetal y animal, y contrastando con esta visión grandiosa "del rico suelo", el habitante empobrecido.
Bello nos recuerda al Inca Garcilaso, por desterrado; es de la estirpe americana de Landívar; ambos inician, sin balbuceos, la gran jornada americana en la literatura universal.
A partir de este momento la imagen de la naturaleza del Nuevo Mundo, despertará en Europa un interés muy particular pero nunca llegará con la fidelidad candente que mantiene en Landívar y en Bello. Su visión deformada hacia lo maravilloso, idílico, paradisíaco, nos la ofrece Chateaubriand en "Átala" y "Los Nátchez".
En los europeos la naturaleza es un telón de fondo sin la gravitación que alcanzará en el marco del romanticismo criollo. Los románticos dan a la naturaleza lugar permanente en las creaciones de poetas y novelistas de la época. Así José María de Heredia cantando a las Cataratas del Niágara, así Esteban Echeverría en las descripciones del desierto de "La Cautiva" para no citar a otros.
El romanticismo en América no fue solamente una escuela literaria sino una bandera de patriotismo. Poetas, historiadores, novelistas, reparten sus días y sus noches entre las actividades políticas y el sueño de sus creaciones. ¡Jamás ha sido más hermoso ser poeta en América! Entre los poetas influidos por la Patria convertida en musa, vemos aparecer a José Mármol, autor de una de las novelas más leídas en América, "Amalia". Las páginas de este libro han pasado por nuestros dedos febriles y sudorosos, cuando sufríamos en carne propia las dictaduras que han asolado a Centro América. Los críticos al referirse – a la novela de Mármol señalan desigualdades, desaliños, sin darse cuenta que una obra de esa índole, se escribe con el corazón saltando en el pecho, pulsaciones que van a dejar en la frase, en el párrafo, en la página, esa taquicardia de la incorrección vital que aquejaba a la Patria entera.
Estamos en presencia de uno de los testimonios más ardientes de la novela americana. A través del tiempo "Amalia" como las imprecaciones de José Mármol, sigue sacudiendo a los lectores hasta constituir por ello, para muchos un acto de fe.
Y es en ese instante cuando va a sonar la voz de Sarmiento, plantando en la puerta de los siglos su famoso dilema: "Civilización o Barbarie". Y el mismo Sarmiento se sobrecogerá cuando se dé cuenta que "Facundo" vuelve armas contra él y contra todos declarándose auténtico representante de la América criolla, de la América que se niega a morir y que busca hendir con el pecho que ya se le ha hecho duro, el esquema antitético de civilización o barbarie para encontrar entre estos extremos el punto en que sus pueblos integren con valores esenciales propios, su auténtica personalidad.
A mediados del siglo pasado otro romántico no menos apasionado aparece en Guatemala: José Batres Montúfar. En medio de las narraciones de carácter festivo el lector siente que debe olvidar la fiesta para escuchar al poeta. Con cuánta gracia cargada de amargura el inmortal José Batres Montúfar caló hondo en problemas que ya entonces, a mediados del siglo pasado, eran candentes.
Otra voz iba a llegar de norte a sur, le de José Martí. El estará presente, desterrado o en su patria, con su verbo encendido de poeta o de periodista, presente también con su ejemplo hasta su sacrificio.
El siglo XX se nos llena de poetas, de poetas que ya no dicen nada, salvo muy contados nombres, entre los que sobresalen el del inmortal Rubén Darío y Juan Ramón Molina, el hondureno. Los podas se evaden de la realidad, tal vez por ser esa una de las formas de ser poeta. Pero en muchos de ellos nada hay vivo en su obra que se va tornando habladuría. Ignoran la clara lección de los rapsodas indígenas, olvidan a los forjadores coloniales de nuestra, gran literatura, satisfechos en la imitación sin sangre de la poesía de otras latitudes, y ridiculizan a los que cantaron nuestra gesta libertadora, considerándolos encandilados por un patriotismo local.
Y no es sino pasada la primera guerra, que un puñado de hombres, hombres y artistas, salen a la reconquista de lo propio, van al encuentro de lo indígena, recalan junto a lo español materno y vuelven con el mensaje que tienen que entregar al futuro.
La literatura americana va a renacer bajo otros signos no ya el del verso. Ahora es una prosa táctil, plural e irreverente con las formas, herida por caminos de misterio, la que servirá a los designios de esta nueva cruzada cuyo primer paso fue hundirse, así, hundirse en la realidad, no para objetivar, forma de estar y no estar en ella, sino penetrando en los hechos para solidarizarse con los problemas humanos. Nada de lo que es humano, nada de lo que es real le será ajeno a esta literatura urgida por el contacto con América. Y este es el caso de la novela latinoamericana. Nadie pone en duda que esta novela va colocándose a la cabeza del género en el mundo entero. Se cultiva en todos nuestros países, por autores de diversas tendencias, lo que hace que también en la novela todo sea material americano, testimonio humano de nuestro momento histórico.
Y es que nosotros, novelistas del hoy americano, dentro de la tradición constante de compromiso con nuestros pueblos, en que se ha desarrollado nuestra gran, literatura, nuestra sustentadora poesía, también tenemos tierras que reclamar para nuestros desposeídos, minas que exigir para nuestros explotados y reivindicaciones que hacer en favor de las masas humanas que perecen en los yerbatales, que se queman en las plantaciones de banano, que se tornan bagazo humano en los ingenios azucareros, y por eso que para mí, la auténtica novela americana es el reclamo de todas estas cosas, es el grito que viene del fondo de los siglos y que se reparte en miles de páginas. Novela auténticamente nuestra que está de pie en sus páginas leales al espíritu, a los puños de nuestros obreros, al sudor de nuestros campesinos, al dolor por nuestros niños mal nutridos reclamando por que la sangre y la savia de nuestras vastas tierras corran otra vez hacia los mares para enriquecer nuevas metrópolis.
Esta novela participa, consciente o inconscientemente, de las características de los textos indígenas, frescos, lacerados y pujantes; de la angustia numísmata de los ojos de los criollos que asomaban a esperar el alba en la media noche colonial, más clara, sin embargo, que esta media noche que nos está amenazando ahora, y sobre todo de la afirmación, del optimismo lustral de aquellos hombres de pluma que desafiando a la inquisición abrieron en las conciencias brecha, para el paso de los libertadores.
La novela latinoamericana, nuestra novela, para ser tal, no puede traicionar el gran espíritu que ha informado, e informa, toda nuestra gran literatura. Si escribes novela sólo para distraer, ¡quémala! cabría decir evangélicamente, pues si no la quemas tú, se borrará contigo en el correr del tiempo, se borrará de la memoria del pueblo que es donde un poeta o novelista debe aspirar a quedar. ¡Cuántos hubo que en el pasado escribieron novelas para divertir! En todas las épocas. ¿Y quién los recuerda? En cambio qué fácil es repetir los nombres de los que entre nosotros escribieron para dar testimonio. Dar testimonio. El novelista da testimonio, como el Apóstol de los Gentiles. Es el Pablo que cuando intenta escapar se encuentra con la realidad rugiente del mundo que le rodea, esta realidad de nuestros países que nos ahoga y nos deslumbra, y al hacernos rodar por tierra nos obliga a gritar: ¿PARA QUÉ ME PERSIGUES? Sí, somos unos perseguidos de esta realidad que no podemos negar, que es carne de gente de la revolución mexicana, en los personajes cíe Mariano Azuela, de Agustín Yáñez y de Juan Rulfo, tan afilados de conceptos como sus cuchillos; que con Jorge Icaza, Ciro Alegría, Jesús Lara, es grito de protesta contra la explotación y el abandono del indio; que con Rómulo Gallegos en "Doña Bábara" nos crea a nuestra Prometea. Que con Horacio Quiroga nos devuelve a la pesadilla del trópico, pesadilla tan suya como americana que parece ser su estilo; que con "Los ríos profundos" de José María Arguedas, el "Río oscuro" del argentino Alfredo Várela, "Hijo de hombre" del paraguayo Roa Bastos, y "La ciudad y los perros" del peruano Vargas Llosa, nos hace ver cómo se desangra el trabajador en nuestras tierras. Con Mancisidor nos lleva a los campos petrolíferos, hacia donde van, abandonando sus casas, los habitantes de "Casas muertas" de Miguel Otero Silva ... Con David Viñas nos enfrenta a la Patagonia trágica, con Enrique Wernicke nos arrastra con las aguas que sumergen pueblos y con Verbitsky y María de Jesús nos lleva a las villas miserias, los barrios dantescos e infrahumanos de nuestras grandes ciudades ... El hijo del salitre de Teitelboim nos cuenta del duro trabajo en los campos salitreros, como Nicomedes Guzmán nos hace palpar la vida de los niños en los barrios obreros chilenos, y el campo salvadoreño en "Jaragua" de Napoleón Rodríguez Ruiz y nuestros pequeños pueblos en "Cenizas del Izalco" de Flakol y Clarivel Alegría. No podemos pensar en la pampa sin hablar de "Don Segundo Sombra" de Güiraldes, ni hablar de la selva sin "La vorágine" de Eustasio Rivera, ni de los negros sin Jorge Amado, ni de los llanos del Brasil sin el "Gran Sertao" de Guimaraes Rosa, ni de los llanos de Venezuela sin Ramón Díaz Sánchez.
Nuestros libros no llevan un fin de sensacionalismo o truculencia para hacernos un lugar en la república de las letras. Somos seres humanos emparentados por la sangre, la geografía, la vida, a esos cientos, miles, millones de americanos que padecen miseria en nuestra opulenta y rica América. Nuestras novelas buscan movilizar en el mundo las fuerzas morales que han de servirnos para defender a esos hombres. Está ya avanzado el proceso de mestizaje de nuestras letras al que correspondía en el reencuentro americano dar a su grandiosa naturaleza una dimensión humana. Pero ni naturaleza para dioses como en los textos de los indios, ni naturaleza para héroes como en los escritos de los románticos, naturaleza para hombres, en la que serán replanteados con vigor y audacia los problemas humanos. Aunque como buenos americanos nos apasiona la bella forma de decir las cosas, cada una de nuestras novelas es por eso una hazaña verbal. Hay una alquimia. Lo sabemos. No es fácil darse cuenta en la obra realizada del esfuerzo y empeño por lograr los materiales empleados, palabras. Sí, esto es, palabras, pero usadas con qué leyes. Con qué reglas. Han sido puestas como la pulsación de mundos que se están formando. Suenan como maderas. Gomo metales. Es la onomatopeya. En la aventura de nuestro lenguaje lo primero que debe plantearse es la onomatopeya. Cuántos ecos compuestos o descompuestos de nuestro paisaje, de nuestra naturaleza, hay en nuestros vocablos, en nuestras frases. Hay una aventura verbal del novelista, un instintivo uso de palabras. Se guía por sonidos. Se oye. Oye a sus personajes. Las mejores novelas nuestras no parecen haber sido escritas sino habladas. Hay una dinámica verbal de la poesía que la misma palabra encierra, y que se revela primero como sonido, después como concepto.
Por eso las grandes novelas hispanoamericanas son masas musicales vibrantes, tomadas así, en la convulsión del nacimiento de todas las cosas que con ellas nacen.
La aventura sigue en la confluencia de los idiomas. De todos los idiomas hablados por los hombres, además de las lenguas indígenas americanas que entran en su composición, hay mezcla de las lenguas europeas y orientales que las masas de inmigrantes llevaron a América.
Otro idioma va a regar sus destellos sobre sonidos y palabras. El idioma de las imágenes. Nuestras novelas parecen escritas no sólo con palabras sino con imágenes. No son pocos los que leyendo nuestras novelas las ven cinematográficamente. Y no porque se persiga una dramática afirmación de independencia, sino porque nuestros novelistas están empeñados en universalizar la voz de sus pueblos, con un idioma rico en sonidos, rico en fabulaciones y rico en imágenes. No es un lenguaje artificialmente creado para dar cabida a esa fabulación, o la llamada prosa poética, es un lenguaje vivo que conserva en su habla popular todo el lirismo, la fantasía, la gracia, la picardía que caracteriza el lenguaje de la novela latinoamericana. La poesía-lenguaje que sustenta nuestra novelística es algo así como su respiración. Novelas con pulmones poéticos, con pulmones verdes, con pulmones vegetales. Pienso que lo que más atrae a los lectores no americanos, es lo que nuestra novela ha logrado por los caminos de un lenguaje colorido, sin caer en lo pintoresco, onomatopéyico por adherido a la música del paisaje y algunas veces a los sonidos de las lenguas indígenas, resabios ancestrales de esas lenguas que afloran inconscientemente en la prosa empleada en ella. Y también por la importancia de la palabra, entidad absoluta, símbolo. Nuestra prosa se aparta del ordenamiento de la sintaxis castellana, porque la palabra tiene en la nuestra un valor en sí, tal como lo tenía en las lenguas indígenas. Palabra, concepto, sonido, transposición fascinante y rica. Nadie entendería nuestra literatura, nuestra poesía, si quita a la palabra su poder de encantamiento.
Palabra y lenguaje harán participar al lector en la vida de nuestras creaciones. Inquietar, desasosegar, obtener la adhesión del lector, el cual olvidándose de su cotidiano vivir, entrará a compartir el juego cíe situaciones y personajes, en una novelística que mantiene intactos sus valores humanos. Nada se usa para desvirtuar al hombre, sino para completarlo y esto es tal vez lo que conquista y perturba en ella, lo que transforma nuestra novela en vehículo de ideas, en intérprete de pueblos usando como instrumento un lenguaje con dimensión literaria, con valor mágico imponderable y con profunda proyección humana.

From Les Prix Nobel en 1967, Editor Ragnar Granit, [Nobel Foundation], Stockholm, 1968.

FRAGMENTO DEL DISCURSO PRONUNCIADO POR PABLO NERUDA EN SUECIA, EN OCASIÓN DE RECIBIR EL PREMIO NOBEL (1971)

En cuanto a nosotros en particular, escritores de la vasta extensión americana, escuchamos sin tregua el llamado para llenar ese espacio enorme con seres de carne y hueso. Somos conscientes de nuestra obligación de pobladores y -al mismo tiempo que nos resulta esencial el deber de una comunicación critica en un mundo deshabitado y, no por deshabitado menos lleno de injusticias, castigos y dolores, sentimos también el compromiso de recobrar los antiguos sueños que duermen en las estatuas de piedra, en los antiguos monumentos destruidos, en los anchos silencios de pampas planetarias, de selvas espesas, de ríos que cantan como sueños. Necesitamos colmar de palabras los confines de un continente mudo y nos embriaga esta tarea de fabular y de nombrar. Tal vez ésa sea la razón determinante de mi humilde caso individual: y en esa circunstancia mis excesos, o mi abundancia, o mi retórica, no vendrían a ser sino actos, los más simples, del menester americano de cada día. Cada uno de mis versos quiso instalarse como un objeto palpable: cada uno de mis poemas pretendió ser un instrumento útil de trabajo: cada uno de mis cantos aspiró a servir en el espacio como signos de reunión donde se cruzaron los caminos, o como fragmento de piedra o de madera con que alguien, otros que vendrán, pudieran depositar los nuevos signos.
Extendiendo estos deberes del poeta, en la verdad o en el error, hasta sus últimas consecuencias, decidí que mi actitud dentro de la sociedad y ante la vida debía ser también humildemente partidaria. Lo decidí viendo gloriosos fracasos, solitarias victorias, derrotas deslumbrantes. Comprendí, metido en el escenario de las luchas de América, que mi misión humana no era otra sino agregarme a la extensa fuerza del pueblo organizado, agregarme con sangre y alma, con pasión y esperanza, porque sólo de esa henchida torrentera pueden nacer los cambios necesarios a los escritores y a los pueblos. Y aunque mi posición levantara o levante objeciones amargas o amables, lo cierto es que no hallo otro camino para el escritor de nuestros anchos y crueles países, si queremos que florezca la oscuridad, si pretendemos que los millones de hombres que aún no han aprendido a leernos ni a leer, que todavía no saben escribir ni escribirnos, se establezcan en el terreno de la dignidad sin la cual no es posible ser hombres integrales.
Heredamos la vida lacerada de los pueblos que arrastran un castigo de siglos, pueblos los más edénicos, los más puros, los que construyeron con piedras y metales torres milagrosas, alhajas de fulgor deslumbrante: pueblos que de pronto fueron arrasados y enmudecidos por las épocas terribles del colonialismo que aún existe.
Nuestras estrellas primordiales son la lucha y la esperanza. Pero no hay lucha ni esperanza solitarias. En todo hombre se juntan las épocas remotas, la inercia, los errores, las pasiones, las urgencias de nuestro tiempo, la velocidad de la historia. Pero, qué sería de mí si yo, por ejemplo, hubiera contribuido en cualquiera forma al pasado feudal del gran continente americano? Cómo podría yo levantar la frente, iluminada por el honor que Suecia me ha otorgado, si no me sintiera orgulloso de haber tomado una mínima parte en la transformación actual de mi país? Hay que mirar el mapa de América, enfrentarse a la grandiosa diversidad, a la generosidad cósmica del espacio que nos rodea, para entender que muchos escritores se niegan a compartir el pasado de oprobio y de saqueo que oscuros dioses destinaron a los pueblos americanos.
Yo escogí el difícil camino de una responsabilidad compartida y, antes de reiterar la adoración hacia el individuo como sol central del sistema, preferí entregar con humildad mi servicio a un considerable ejército que a trechos puede equivocarse, pero que camina sin descanso y avanza cada día enfrentándose tanto a los anacrónicos recalcitrantes como a los infatuados impacientes. Porque creo que mis deberes de poeta no sólo me indicaban la fraternidad con la rosa y la simetría, con el exaltado amor y con la nostalgia infinita, sino también con las ásperas tareas humanas que incorporé a mi poesía.
Hace hoy cien años exactos, un pobre y espléndido poeta, el más atroz de los desesperados, escribió esta profecía: A l’aurore, armés d’une ardente patience, nous entrerons aux splendides Villes. (Al amanecer, armados de una ardiente paciencia entraremos en las espléndidas ciudades.)
Yo creo en esa profecía de Rimbaud, el vidente. Yo vengo de una oscura provincia, de un país separado de todos los otros por la tajante geografía. Fui el más abandonado de los poetas y mi poesía fue regional, dolorosa y lluviosa. Pero tuve siempre confianza en el hombre. No perdí jamás la esperanza. Por eso tal vez he llegado hasta aquí con mi poesía, y también con mi bandera.
En conclusión, debo decir a los hombres de buena voluntad, a los trabajadores, a los poetas, que el entero porvenir fue expresado en esa frase de Rimbaud: solo con una ardiente paciencia conquistaremos la espléndida ciudad que dará luz, justicia y dignidad a todos los hombres.
Así la poesía no habrá cantado en vano.

La soledad de América Latina
[Discurso de aceptación del Premio Nobel 1982 -Texto completo]

Antonio Pigafetta, un navegante florentino que acompañó a Magallanes en el primer viaje alrededor del mundo, escribió a su paso por nuestra América meridional una crónica rigurosa que sin embargo parece una aventura de la imaginación. Contó que había visto cerdos con el ombligo en el lomo, y unos pájaros sin patas cuyas hembras empollaban en las espaldas del macho, y otros como alcatraces sin lengua cuyos picos parecían una cuchara. Contó que había visto un engendro animal con cabeza y orejas de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo y relincho de caballo. Contó que al primer nativo que encontraron en la Patagonia le pusieron enfrente un espejo, y que aquel gigante enardecido perdió el uso de la razón por el pavor de su propia imagen.
Este libro breve y fascinante, en el cual ya se vislumbran los gérmenes de nuestras novelas de hoy, no es ni mucho menos el testimonios más asombroso de nuestra realidad de aquellos tiempos. Los Cronistas de Indias nos legaron otros incontables. Eldorado, nuestro país ilusorio tan codiciado, figuró en mapas numerosos durante largos años, cambiando de lugar y de forma según la fantasía de los cartógrafos. En busca de la fuente de la Eterna Juventud, el mítico Alvar Núñez Cabeza de Vaca exploró durante ocho años el norte de México, en una expedición venática cuyos miembros se comieron unos a otros y sólo llegaron cinco de los 600 que la emprendieron. Uno de los tantos misterios que nunca fueron descifrados, es el de las once mil mulas cargadas con cien libras de oro cada una, que un día salieron del Cuzco para pagar el rescate de Atahualpa y nunca llegaron a su destino. Más tarde, durante la colonia, se vendían en Cartagena de Indias unas gallinas criadas en tierras de aluvión, en cuyas mollejas se encontraban piedrecitas de oro. Este delirio áureo de nuestros fundadores nos persiguió hasta hace poco tiempo. Apenas en el siglo pasado la misión alemana de estudiar la construcción de un ferrocarril interoceánico en el istmo de Panamá, concluyó que el proyecto era viable con la condición de que los rieles no se hicieran de hierro, que era un metal escaso en la región, sino que se hicieran de oro.
La independencia del dominio español no nos puso a salvo de la demencia. El general Antonio López de Santana, que fue tres veces dictador de México, hizo enterrar con funerales magníficos la pierna derecha que había perdido en la llamada Guerra de los Pasteles. El general García Moreno gobernó al Ecuador durante 16 años como un monarca absoluto, y su cadáver fue velado con su uniforme de gala y su coraza de condecoraciones sentado en la silla presidencial. El general Maximiliano Hernández Martínez, el déspota teósofo de El Salvador que hizo exterminar en una matanza bárbara a 30 mil campesinos, había inventado un péndulo para averiguar si los alimentos estaban envenenados, e hizo cubrir con papel rojo el alumbrado público para combatir una epidemia de escarlatina. El monumento al general Francisco Morazán, erigido en la plaza mayor de Tegucigalpa, es en realidad una estatua del mariscal Ney comprada en París en un depósito de esculturas usadas.
Hace once años, uno de los poetas insignes de nuestro tiempo, el chileno Pablo Neruda, iluminó este ámbito con su palabra. En las buenas conciencias de Europa, y a veces también en las malas, han irrumpido desde entonces con más ímpetus que nunca las noticias fantasmales de la América Latina, esa patria inmensa de hombres alucinados y mujeres históricas, cuya terquedad sin fin se confunde con la leyenda. No hemos tenido un instante de sosiego. Un presidente prometeico atrincherado en su palacio en llamas murió peleando solo contra todo un ejército, y dos desastres aéreos sospechosos y nunca esclarecidos segaron la vida de otro de corazón generoso, y la de un militar demócrata que había restaurado la dignidad de su pueblo. En este lapso ha habido 5 guerras y 17 golpes de estado, y surgió un dictador luciferino que en el nombre de Dios lleva a cabo el primer etnocidio de América Latina en nuestro tiempo. Mientras tanto 20 millones de niños latinoamericanos morían antes de cumplir dos años, que son más de cuantos han nacido en Europa occidental desde 1970. Los desaparecidos por motivos de la represión son casi los 120 mil, que es como si hoy no se supiera dónde están todos los habitantes de la ciudad de Upsala. Numerosas mujeres arrestadas encintas dieron a luz en cárceles argentinas, pero aún se ignora el paradero y la identidad de sus hijos, que fueron dados en adopción clandestina o internados en orfanatos por las autoridades militares. Por no querer que las cosas siguieran así han muerto cerca de 200 mil mujeres y hombres en todo el continente, y más de 100 mil perecieron en tres pequeños y voluntariosos países de la América Central, Nicaragua, El Salvador y Guatemala. Si esto fuera en los Estados Unidos, la cifra proporcional sería de un millón 600 mil muertes violentas en cuatro años.
De Chile, país de tradiciones hospitalarias, ha huido un millón de personas: el 10 por ciento de su población. El Uruguay, una nación minúscula de dos y medio millones de habitantes que se consideraba como el país más civilizado del continente, ha perdido en el destierro a uno de cada cinco ciudadanos. La guerra civil en El Salvador ha causado desde 1979 casi un refugiado cada 20 minutos. El país que se pudiera hacer con todos los exiliados y emigrados forzosos de América latina, tendría una población más numerosa que Noruega.
Me atrevo a pensar que es esta realidad descomunal, y no sólo su expresión literaria, la que este año ha merecido la atención de la Academia Sueca de la Letras. Una realidad que no es la del papel, sino que vive con nosotros y determina cada instante de nuestras incontables muertes cotidianas, y que sustenta un manantial de creación insaciable, pleno de desdicha y de belleza, del cual éste colombiano errante y nostálgico no es más que una cifra más señalada por la suerte. Poetas y mendigos, músicos y profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida. Este es, amigos, el nudo de nuestra soledad.
Pues si estas dificultades nos entorpecen a nosotros, que somos de su esencia, no es difícil entender que los talentos racionales de este lado del mundo, extasiados en la contemplación de sus propias culturas, se hayan quedado sin un método válido para interpretarnos. Es comprensible que insistan en medirnos con la misma vara con que se miden a sí mismos, sin recordar que los estragos de la vida no son iguales para todos, y que la búsqueda de la identidad propia es tan ardua y sangrienta para nosotros como lo fue para ellos. La interpretación de nuestra realidad con esquemas ajenos sólo contribuye a hacernos cada vez más desconocidos, cada vez menos libres, cada vez más solitarios. Tal vez la Europa venerable sería más comprensiva si tratara de vernos en su propio pasado. Si recordara que Londres necesitó 300 años para construir su primera muralla y otros 300 para tener un obispo, que Roma se debatió en las tinieblas de incertidumbre durante 20 siglos antes de que un rey etrusco la implantara en la historia, y que aún en el siglo XVI los pacíficos suizos de hoy, que nos deleitan con sus quesos mansos y sus relojes impávidos, ensangrentaron a Europa con soldados de fortuna. Aún en el apogeo del Renacimiento, 12 mil lansquenetes a sueldo de los ejércitos imperiales saquearon y devastaron a Roma, y pasaron a cuchillo a ocho mil de sus habitantes.
No pretendo encarnar las ilusiones de Tonio Kröger, cuyos sueños de unión entre un norte casto y un sur apasionado exaltaba Thomas Mann hace 53 años en este lugar. Pero creo que los europeos de espíritu clarificador, los que luchan también aquí por una patria grande más humana y más justa, podrían ayudarnos mejor si revisaran a fondo su manera de vernos. La solidaridad con nuestros sueños no nos haría sentir menos solos, mientras no se concrete con actos de respaldo legítimo a los pueblos que asuman la ilusión de tener una vida propia en el reparto del mundo.
América Latina no quiere ni tiene por qué ser un alfil sin albedrío, ni tiene nada de quimérico que sus designios de independencia y originalidad se conviertan en una aspiración occidental.
No obstante, los progresos de la navegación que han reducido tantas distancias entre nuestras Américas y Europa, parecen haber aumentado en cambio nuestra distancia cultural. ¿Por qué la originalidad que se nos admite sin reservas en la literatura se nos niega con toda clase de suspicacias en nuestras tentativas tan difíciles de cambio social? ¿Por qué pensar que la justicia social que los europeos de avanzada tratan de imponer en sus países no puede ser también un objetivo latinoamericano con métodos distintos en condiciones diferentes? No: la violencia y el dolor desmesurados de nuestra historia son el resultado de injusticias seculares y amarguras sin cuento, y no una confabulación urdida a 3 mil leguas de nuestra casa. Pero muchos dirigentes y pensadores europeos lo han creído, con el infantilismo de los abuelos que olvidaron las locuras fructíferas de su juventud, como si no fuera posible otro destino que vivir a merced de los dos grandes dueños del mundo. Este es, amigos, el tamaño de nuestra soledad.
Sin embargo, frente a la opresión, el saqueo y el abandono, nuestra respuesta es la vida. Ni los diluvios ni las pestes, ni las hambrunas ni los cataclismos, ni siquiera las guerras eternas a través de los siglos y los siglos han conseguido reducir la ventaja tenaz de la vida sobre la muerte. Una ventaja que aumenta y se acelera: cada año hay 74 millones más de nacimientos que de defunciones, una cantidad de vivos nuevos como para aumentar siete veces cada año la población de Nueva York. La mayoría de ellos nacen en los países con menos recursos, y entre éstos, por supuesto, los de América Latina. En cambio, los países más prósperos han logrado acumular suficiente poder de destrucción como para aniquilar cien veces no sólo a todos los seres humanos que han existido hasta hoy, sino la totalidad de los seres vivos que han pasado por este planeta de infortunios.
Un día como el de hoy, mi maestro William Faullkner dijo en este lugar: "Me niego a admitir el fin del hombre". No me sentiría digno de ocupar este sitio que fue suyo si no tuviera la conciencia plena de que por primera vez desde los orígenes de la humanidad, el desastre colosal que él se negaba a admitir hace 32 años es ahora nada más que una simple posibilidad científica. Ante esta realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano debió de parecer una utopía, los inventores de fábulas que todo lo creemos, nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra.
Agradezco a la Academia de Letras de Suecia el que me haya distinguido con un premio que me coloca junto a muchos de quienes orientaron y enriquecieron mis años de lector y de cotidiano celebrante de ese delirio sin apelación que es el oficio de escribir. Sus nombres y sus obras se me presentan hoy como sombras tutelares, pero también como el compromiso, a menudo agobiante, que se adquiere con este honor. Un duro honor que en ellos me pareció de simple justicia, pero que en mí entiendo como una más de esas lecciones con las que suele sorprendernos el destino, y que hacen más evidente nuestra condición de juguetes de un azar indescifrable, cuya única y desoladora recompensa, suelen ser, la mayoría de las veces, la incomprensión y el olvido.
Es por ello apenas natural que me interrogara, allá en ese trasfondo secreto en donde solemos trasegar con las verdades más esenciales que conforman nuestra identidad, cuál ha sido el sustento constante de mi obra, qué pudo haber llamado la atención de una manera tan comprometedora a este tribunal de árbitros tan severos. Confieso sin falsas modestias que no me ha sido fácil encontrar la razón, pero quiero creer que ha sido la misma que yo hubiera deseado. Quiero creer, amigos, que este es, una vez más, un homenaje que se rinde a la poesía. A la poesía por cuya virtud el inventario abrumador de las naves que numeró en su Iliada el viejo Homero está visitado por un viento que las empuja a navegar con su presteza intemporal y alucinada. La poesía que sostiene, en el delgado andamiaje de los tercetos del Dante, toda la fábrica densa y colosal de la Edad Media. La poesía que con tan milagrosa totalidad rescata a nuestra América en las Alturas de Machu Pichu de Pablo Neruda el grande, el más grande, y donde destilan su tristeza milenaria nuestros mejores sueños sin salida. La poesía, en fin, esa energía secreta de la vida cotidiana, que cuece los garbanzos en la cocina, y contagia el amor y repite las imágenes en los espejos. En cada línea que escribo trato siempre, con mayor o menor fortuna, de invocar los espíritus esquivos de la poesía, y trato de dejar en cada palabra el testimonio de mi devoción por sus virtudes de adivinación, y por su permanente victoria contra los sordos poderes de la muerte. El premio que acabo de recibir lo entiendo, con toda humildad, como la consoladora revelación de que mi intento no ha sido en vano. Es por eso que invito a todos ustedes a brindar por lo que un gran poeta de nuestras Américas, Luis Cardoza y Aragón, ha definido como la única prueba concreta de la existencia del hombre: la poesía. Muchas gracias.


La búsqueda del presente
FRAGMENTO DEL DISCURSO PRONUNCIADO POR OCTAVIO PAZ EN SUECIA, EN OCASIÓN DE RECIBIR EL PREMIO NOBEL (1990)

Las lenguas son realidades más vastas que las entidades políticas e históricas que llamamos naciones. Un ejemplo de esto son las lenguas europeas que hablamos en América. La situación peculiar de nuestras literaturas frente a las de Inglaterra, España, Portugal y Francia depende precisamente de este hecho básico: son literaturas escritas en lenguas transplantadas. Las lenguas nacen y crecen en un suelo; las alimenta una historia común. Arrancadas de su suelo natal y de su tradición propia, plantadas en un mundo desconocido y por nombrar, las lenguas europeas arraigaron en las tierras nuevas, crecieron con las sociedades americanas y se transformaron. Son la misma planta y son una planta distinta. Nuestras literaturas no vivieron pasivamente las vicisitudes de las lenguas transplantadas: participaron en el proceso y lo apresuraron. Muy pronto dejaron de ser meros reflejos transatlánticos; a veces han sido la negación de las literaturas europeas y otras, con más frecuencia, su réplica.
A despecho de estos vaivenes, la relación nunca se ha roto. Mis clásicos son los de mi lengua y me siento descendiente de Lope y de Quevedo como cualquier escritor español ... pero no soy español. Creo que lo mismo podrían decir la mayoría de los escritores hispanoamericanos y también los de los Estados Unidos, Brasil y Canadá frente a la tradición inglesa, portuguesa y francesa. Para entender más claramente la peculiar posición de los escritores americanos, basta con pensar en el diálogo que sostiene el escritor japonés, chino o árabe con esta o aquella literatura europea: es un diálogo a través de lenguas y de civilizaciones distintas. En cambio, nuestro diálogo se realiza en el interior de la misma lengua. Somos y no somos europeos. ¿Qué somos entonces? Es difícil definir lo que somos pero nuestras obras hablan por nosotros.
La gran novedad de este siglo, en materia literaria, ha sido la aparición de las literaturas de América. Primero surgió la angloamericana y después, en la segunda mitad del siglo XX, la de América Latina en sus dos grandes ramas, la hispanoamericana y la brasileña. Aunque son muy distintas, las tres literaturas tienen un rasgo en común: la pugna, más ideológica que literaria, entre las tendencias cosmopolitas y las nativistas, el europeísmo y el americanismo. ¿Qué ha quedado de esa disputa? Las polémicas se disipan; quedan las obras. Aparte de este parecido general, las diferencias entre las tres son numerosas y profundas. Una es de orden histórico más que literario: el desarrollo de la literatura angloamericana coincide con el ascenso histórico de los Estados Unidos como potencia mundial; el de la nuestra con las desventuras y convulsiones políticas y sociales de nuestros pueblos. Nueva prueba de los límites de los determinismos sociales e históricos; los crepúsculos de los imperios y las perturbaciones de las sociedades coexisten a veces con obras y momentos de esplendor en las artes y las letras: Li-Po y Tu Fu fueron testigos de la caída de los Tang, Velázquez fue el pintor de Felipe IV, Séneca y Lucano fueron contemporáneos y víctimas de Nerón. Otras diferencias son de orden literario y se refieren más a las obras en particular que al carácter de cada literatura. ¿Pero tienen carácter las literaturas, poseen un conjunto de rasgos comunes que las distingue unas de otras? No lo creo. Una literatura no se define por un quimérico, inasible carácter. Es una sociedad de obras únicas unidas por relaciones de oposición y afinidad.
La primera y básica diferencia entre la literatura latinoamericana y la angloamericana reside en la diversidad de sus orígenes. Unos y otros comenzamos por ser una proyección europea. Ellos de una isla y nosotros de una península. Dos regiones excéntricas por la geografía, la historia y la cultura. Ellos vienen de Inglaterra y la Reforma; nosotros de España, Portugal y la Contrarreforma. Apenas si debo mencionar, en el caso de los hispanoamericanos, lo que distingue a España de las otras naciones europeas y le otorga una notable y original fisonomía histórica. España no es menos excéntrica que Inglaterra aunque lo es de manera distinta. La excentricidad inglesa es insular y se caracteriza por el aislamiento: una excentricidad por exclusión. La hispana es peninsular y consiste en la coexistencia de diferentes civilizaciones y pasados: una excentricidad por inclusión. En lo que sería la católica España los visigodos profesaron la herejía de Arriano, para no hablar de los siglos de dominación de la civilización árabe, de la influencia del pensamiento judío, de la Reconquista y de otras peculiaridades.
En América la excentricidad hispánica se reproduce y se multiplica, sobre todo en países con antiguas y brillantes civilizaciones como México y Perú. Los españoles encontraron en México no sólo una geografía sino una historia. Esa historia está viva todavía: no es un pasado sino un presente. El México precolombino, con sus templos y sus dioses, es un montón de ruinas pero el espíritu que animó ese mundo no ha muerto. Nos habla en el lenguaje cifrado de los mitos, las leyendas, las formas de convivencia, las artes populares, las costumbres. Ser escritor mexicano significa oír lo que nos dice ese presente - esa presencia. Oírla, hablar con ella, descifrarla: decirla... Tal vez después de esta breve digresión sea posible entrever la extraña relación que, al mismo tiempo, nos une y separa de la tradición europea.La conciencia de la separación es una nota constante de nuestra historia espiritual. A veces sentimos la separación como una herida y entonces se transforma en escisión interna, conciencia desgarrada que nos invita al examen de nosotros mismos; otras aparece como un reto, espuela que nos incita a la acción, a salir al encuentro de los otros y del mundo. Cierto, el sentimiento de la separación es universal y no es privativo de los hispanoamericanos. Nace en el momento mismo de nuestro nacimiento: desprendidos del todo caemos en un suelo extraño. Esta experiencia se convierte en una llaga que nunca cicatriza. Es el fondo insondable de cada hombre; todas nuestras empresas y acciones, todo lo que hacemos y soñamos, son puentes para romper la separación y unirnos al mundo y a nuestros semejantes. Desde esta perspectiva, la vida de cada hombre y la historia colectiva de los hombres pueden verse como tentativas destinadas a reconstruir la situación original. Inacabada e inacabable cura de la escisión. Pero no me propongo hacer otra descripción, una más, de este sentimiento. Subrayo que entre nosotros se manifiesta sobre todo en términos históricos. Así, se convierte en conciencia de nuestra historia. ¿Cuando y cómo aparece este sentimiento y cómo se transforma en conciencia? La respuesta a esta doble pregunta puede consistir en una teoría o en un testimonio personal. Prefiero lo segundo: hay muchas teorías y ninguna del todo confiable.

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